jueves, 19 de enero de 2017

Una aventura del Doctor Domingo Sánchez - José Manuel Reverte Coma


El Doctor José Manuel Reverte Coma (1922), fue discípulo de Don Domingo Sánchez Sánchez en el Instituto Cajal en los años 40 del siglo pasado. Este es un fragmento de la biografía inédita de D. Domingo que ha escrito el Dr. Reverte Coma y que ha publicado en http://www.gorgas.gob.pa/Documentos/museoafc/home.html

Como recuerdo al médico naturalista, biólogo, histólogo y antropólogo, Dr. D. Domingo Sánchez y Sánchez, el gran colaborador de CAJAL, cuya biografía aún inédita acabamos de escribir.

El valor trascendente de sus trabajos histológicos sobre los invertebrados y el silencioso y devoto apoyo que prestó a CAJAL en su obra, fueron precedidos de una juventud llena de acción y aventura, de la que estas líneas no son más que una muestra.
La figura del anciano investigador se recortaba contra el blanco resplandor de la nieve en aquella soleada mañana del mes de enero.
Envuelto en una espesa bufanda, con un gabán oscuro y su boina negra a lo Pío Baroja, ascendía lentamente la prolongada cuesta del Cajal, como llamábamos familiarmente al camino que discurría entre el Observatorio Astronómico, la Escuela de Ingenieros, el Retiro y la Cuesta de Moyano, desde la calle de Atocha hasta el edificio del Instituto Ramón y Cajal del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Trabajaba yo por entonces como modesto becario postgraduado, recién terminados mis estudios de Licenciatura en Medicina, realizando con gran entusiasmo mi tesis doctoral sobre la Histopatología de las neoplasias de los Huesos y con la agilidad de mis 24 años, en aquellos tiempos heroicos en que ninguno teníamos coche, ni siquiera podíamos permitirnos el lujo de comprar una moto Montesa que valía 11.000 pesetas (y no protestábamos), subía y bajaba cuatro veces aquella cuesta lo mismo en el bochornoso verano que en el crudo invierno madrileño de entonces.
Aceleré el paso al divisar la oscura silueta y me coloqué a su lado.
— Buenos días Don Domingo.
— Buenos días, dijo, volviéndose hacia mí un poco sorprendido y quizás interrumpido en sus pensamientos. ¡Ah! ¿Es Usted? Vaya, vaya deprisa, siga a su paso, los jóvenes siempre van ligeros.
 No, Señor. Permítame acompañarle. No tengo prisa. Es que le vi de lejos y como voy para el Cajal, me dije: Haré compañía a D. Domingo si me lo permite.

Agradecía él la compañía y el tener un atento escucha de su conversación que era para mí como una novela de Julio Verne o de Mayne Reid.

Me encantaba hablar con el Dr. Domingo Sánchez. Aquel anciano, eternamente estudioso y sus inagotables historias, propias de un gran viajero que ha conocido medio mundo, sus relatos de Filipinas donde pasó 14 años de su juventud, sus historias del lejano Oriente, de sus travesías embarcado en los lentos vapores de la época, estimulaban mi ya excitada fantasía y me hacían soñar con ser protagonista algún día de parecidas aventuras.

No sé hasta qué punto pudo influir mi amistad con D. Domingo Sánchez en mi futuro, pero lo cierto es que pocos años después, emprendería yo el largo viaje que por espacio de 18 años me permitiría recorrer América, África, Oceanía y parte de Asia, atravesaría mares, selvas, montañas, recorrería islas exóticas y toda clase de climas en una búsqueda incansable del ser humano, para luchar contra sus enfermedades, ayudarle en sus problemas, aprender de los más diversos pueblos sus costumbres, sus tradiciones y su manera de ser y de pensar. Creo que yo ya estaba predispuesto, "marcado" si se me permite la expresión, pero el Dr. Sánchez fue el detonador que me dio el último empujón que yo necesitaba para, tomándole como modelo, seguir su vida azarosa de investigador y de eterno caminante.


Recientemente para terminar de escribir la biografía de aquel anciano que no renunciaba a caminar, a hacer ejercicio, a pesar de sus casi 80 años, hice un viaje especial a sus amadas Islas Filipinas y fui recorriendo uno por uno los escenarios de sus aventuras: la Isla de Luzón, los poblados igorrotes, la Isla de Samar, sus cuevas prehistóricas, los cementerios indígenas, Mindanao, Singapore, el Mar de la China, etc. 

Quién me iba a decir aquella nevada mañana en que subíamos lentamente hacia el Cajal, deteniéndonos de vez en cuando para tomar aliento, escuchando una vez más de sus labios la maravillosa historia de su vida, que muchos años después, cerca de medio siglo heredaría yo todo su Archivo, sus manuscritos, sus notas, su correspondencia con los hombres más sabios de su tiempo en el mundo entero, sus maravillosos dibujos, sus aparatos de medidas antropométricas y que llegaría a escribir basándome en aquella voluminosa documentación una biografía y que mirando retrospectivamente a aquella mañana de nieve, repetiría yo en otros continentes las hazañas del maestro.

Aquella mañana, Don Domingo, testigo excepcional de la pérdida de Filipinas, uno de los últimos de Filipinas, con su prodigiosa memoria, a veces empañada por la emoción de sus recuerdos, me contó una de sus aventuras más notables y quizás más peligrosas de su vida de naturalista y antropólogo. D. Domingo sonrió bajo su cano y poblado mostacho.

 ¡Pero si mi historia ha sido siempre muy corriente, vulgar!
Este era D. Domingo. Modesto, humilde, callando todo lo suyo, sin darle importancia.

Pero yo sabía que CAJAL admiraba sus maravillosos dibujos hechos a plumilla o a punta de lápiz. Dibujos del sistema nervioso de los invertebrados que hoy tengo en mi Archivo.
Recuerdo que en una reunión internacional en la que participé muchos años después, había un grupo de investigadores brasileños y alemanes y en honor a mi presencia española comenzaron a mencionar trabajos de autores españoles de su especialidad o afines.

Y cuál no sería mi grata sorpresa cuando saltó de inmediato el nombre de D. Domingo Sánchez…

Sus trabajos sobre el sistema nervioso de los hirudíneos son imposibles de igualar, me dijeron.

Me siento realmente orgulloso al escuchar aquel espontáneo reconocimiento a la que los españoles creemos labor inédita de un hombre sencillo y humilde que vivió opacado por la sombra del gran maestro al que admiraba, su Don Santiago Ramón y Cajal.

Pero su historia no era ni corriente ni vulgar. Fue excepcional. Y Cajal lo sabía. La admiración y el respeto eran mutuos.

Cajal había tenido una etapa también aventurera de la que nunca quedó totalmente "curado".

Los dos quedaron marcados por el sello de la selva tropical, por los paisajes cálidos, húmedos, verdes explosivos, donde la piel está eternamente cubierta de sudor.

Ambos recordarían con frecuencia aquellos horizontes preñados de gigantescos árboles, espavés, bongos, Cavanillesias, de densa vegetación, de lianas colgantes o trepadoras, de filodendros de hojas descomunales, de ríos recorridos en canoas hechas de un solo tronco por los indígenas.

Ambos recordaban el rítmico paleteo del remo o de la pértiga al chocar con el agua deslizándose corriente abajo o el estruendo de los raudales. Cajal, en la manigua cubana, Sánchez en la selva filipina, y con frecuencia ambos evocaban el aroma de las orquídeas, o la brisa cargada de olor a mar, fuese del Morro a La Cabaña en Cuba o de la Isla Corregidor a Cavite en Manila.

Don Domingo era un narrador sensacional y me consta que CAJAL le escuchaba embelesado.

Cajal vio la selva retratada en su textura del sistema nervioso del hombre y los vertebrados.
Sánchez en los invertebrados.

Cuando Cajal describe la corteza cerebral recurre a imágenes exóticas entrevistas en la manigua.

Recordemos aquella gráfica descripción de las terminaciones nervioso-somáticas y nervioso-dendríticas que trepan "como las lianas en torno a los árboles de la selva tropical".

Cajal le dijo un día a Don Domingo:

 Escriba Usted todo eso que me cuenta. Creo que es muy importante. No sólo puede ser útil lo que usted diga a la Humanidad, sino que puede ser un estímulo para las generaciones que van a seguirnos.

Uno nunca sabe cuando siembra, quién y cómo recogerá el fruto.

 ¡Siembre, Don Domingo, siembre! Usted tiene un gran mensaje, toda una vida que contar.

Pero D. Domingo se sentía tan modesto que escribir sus memorias le parecía una vanidad insoportable.

 ¿Por qué no hizo usted caso a D. Santiago? le pregunté. Su vida, D. Domingo, puede en efecto servir de estímulo, puede ser útil a nuestra generación para enseñarnos que la aventura es compatible con la ciencia, que se puede uno divertir enormemente con el sano contacto con la Naturaleza y a la vez se puede estudiar, investigar y decir cosas nuevas, descubrir, explorar y ser un hombre de ciencia.

Y D. Domingo me contó así una de sus mejores aventuras:

“— ¡Bien! Escuche esto.
Allá en Filipinas, Bailili es una ranchería de igorrotes de las más importantes del Norte de Luzón.

Sus habitantes son agricultores que utilizan técnicas muy rudimentarias. Dada la altitud de esta región sobre el nivel del mar, a pesar de tratarse de una zona tropical, las temperaturas son relativamente bajas.

No se da en esta región ni el arroz, ni la caña de azúcar, ni la palmera cocotera propias de tierras bajas.

En cambio, la especie dominante es el pino que se extiende por amplias zonas cubriendo laderas y valles.

Entre los cultivos herbáceos se encuentran el camote, las patatas y verduras de toda clase.

Utensilio indispensable en esta región es la manta o capote que hay que usar para protegerse contra la lluvia y el frío.

Hombres y mujeres lo usan al menos durante las primeras horas de la mañana hasta que el sol comienza a templar el ambiente; disipando las nieblas de las primeras horas.

Las armas del igorrote son la lanza y el escudo, laligna o aligna, especie de hacha de hierro con ancha boca y corte por un lado y una punta o largo espolón por el opuesto y el consabido bolo o gran cuchillo o machete.

A mí ni el frío ni el calor me han hecho nunca mucha mella, pues me crié en esas tierras salmantinas, como hombre de campo y labranza que fui como mi padre, así que ni me asustó el calor húmedo, pegajoso y a veces asfixiante de Manila, ni el frío de las montañas de Luzón o del Volcán Taal.

De todas formas, en aquella ocasión llevaba también una buena manta sobre el cuerpo como cualquier igorrote. Mi misión por aquel entonces, como zoólogo contratado por el Ministerio de Agricultura, era estudiar fauna y flora de Filipinas y créame que disfrutaba con mi trabajo que me permitía pasarme semanas enteras con mis ayudantes indígenas, cazando por las más variadas regiones.

Me instalé pues, en casa de un amigo sargento que había sido del ejército español, pero que se había retirado casándose con una joven igorrote, hija del jefe de aquella ranchería o si quieres mejor lo llamaremos tribu.

Así, viviendo entre igorrotes, conociendo aquel español su lengua perfectamente y Félix, mi ayudante, el tagalog, no tenía problema para entenderme con ellos y además me sentía protegido por su influencia.

Así, establecimos allí nuestra base de operaciones.

Yo por entonces ya estaba sumamente interesado por la Antropología y la Etnología y el vivir entre ellos me permitía también adquirir mucha información sobre la vida y costumbres de aquellas gentes, que eran las más bravías y salvajes de las montañas de Luzón.

Durante mi permanencia en aquel apartado lugar, exploré, a diferentes alturas, las vertientes y laderas del famoso Monte de Data y toda la cuenca del Río Guinaguan, haciendo recolección abundantísima y variada tanto de la fauna como de la flora de aquella región, que se puede calificar de alpina por sus rasgos generales.

La cosecha de aves fue copiosísima y la de insectos, no menos abundante y curiosa por la presencia de especies de las grandes altitudes, muchas nuevas para mí.

Interesado vivamente por las cosas de la Antropología, inquirí de mi huésped la posibilidad de adquirir algunos cráneos humanos de aquellas gentes que debían ser representantes de los más puros del tipo indonesio.

Mas el hombre me aconsejó desistir en absoluto de ese empeño, porque para los igorrotes, la profanación de los cadáveres, constituía un gravísimo delito que se pagaría con la vida.

Además, aunque él acaso se hubiera prestado a ayudarme si estuviésemos en otras circunstancias, teniendo a su propia mujer igorrote, siempre por allí cerca y visitas constantes de familiares de ella, juzgaba imposible tal intento.

Sin embargo, yo deseaba, cuando menos, saber dónde y cómo depositaban sus cadáveres, constándome que no los enterraban sino que los guardaban en lugares especiales.

Pero en mis pesquisas, revisando barrancos v escondrijos mientras cazaba, no había logrado dar con ninguno.

Mas una mañana, cuando ya llevaba varios días allí y había logrado tener simpatías entre aquellas gentes, hallándose en nuestra casa dos hombres acaso simplemente por la curiosidad que mi persona despertaba en ellos, procuró llevar la conversación hacia el trato que se daba a los muertos y cuando me pareció momento oportuno, le preguntó en tagalog y utilizando a mi ayudante, Félix, un indígena del Sur de Luzón, como intérprete.
 ¿Cómo hacéis aquí para enterrar a los muertos?
 Nosotros no enterramos a los muertos, respondió enseguida uno de ellos.
 Pues nosotros los "cartillas" (castillas) (nombre que el indígena da al español, por corrupción de castellanos o castillos) sí los enterramos, porque están mejor así resguardados de las fieras o de los animales, repliqué.

Y añadí:

— A mí me han dicho que vosotros también los enterráis para que no los toquen los perros ni otros animales.
 ¡No señor, no! —insistieron los dos al mismo tiempo.
 Entonces, si no los enteráis ¿qué hacéis con ellos?, insiste.

Los llevamos al sitio destinado para ellos.

 Bueno, y allí estarán tapados con tierra, como hacemos nosotros, —reiteré de nuevo con objeto de que me diesen detalles para poder encontrar el o los depósitos.

No se puede echar tierra encima de los muertos, replicó uno de ellos.
 Pues yo creo que los enterráis, pero no queréis decirme el sitio donde están.
 No enterramos, señor. ¿Quiere usted ver? —dijo el que parecía llevar la voz cantante.

Aparentando indiferencia, repliqué:
 No tengo interés ninguno en verlo.

Se pusieron en pie haciendo ademán de salir y marcharse.

Al verlo dije, aparentando creerlos:
 Bueno, puesto que os empeñáis en que lo vea, ¡vamos allá!

Era precisamente lo que yo deseaba.

Tomé mis armas, precaución que nunca olvidaba por si surgía alguna buena presa, llamé a Félix, mi ayudante, para que nos acompañara y salimos los cuatro de la casa.

Después de caminar un rato por el campo, entramos en un profundo barranco bordeado y sembrado de enormes peñascos, cauce entonces seco de un torrente que se formaba al parecer en la época de las grandes lluvias.

Ellos iban delante saltando de peña en peña y yo, por no quedarme atrás ni pedir que acortaran la marcha, hacía casi lo mismo que ellos.

Pero como yo llevaba botas, estaba a cada momento en peligro de caer y descalabrarme, ¡No sé cómo no me maté o me rompí algún hueso cayendo por alguno de aquellos precipicios!

Al cabo de un rato, los hombres se detuvieron, señalándome con la mano una gran excavación en la roca, una verdadera cueva, alta como de unos cuatro o cinco metros de profundidad, perfectamente resguardada de la lluvia por el muro frontal cortado a pico y del agua del torrente porque su fondo estaba bastante más alto que el nivel de aquélla aún en las crecidas.

Dirigí la mirada hacia el punto que me señalaban y presencié un espectáculo bien macabro.

Allí había una gran cantidad de cráneos y huesos humanos muy revueltos y mezclados y arrimados a las paredes, tres o cuatro cajas de madera como verdaderos ataúdes hechos de dos piezas: una excavada, honda, que era la caja, hecha de un grueso tronco de árbol y otra más o menos plana, que era la tapa, sujetas una a otra por una o dos estacas clavadas en los extremos.

Aquellos féretros contenían los restos de personas distinguidas de la colectividad.

A cierta distancia de aquélla, siguiendo el curso ascendente del arroyo, me enseñaron otra situada en la margen derecha.

Pero esta cueva era de entrada más baja y estaba tapada hasta cierta altura, un metro y medio más o menos del suelo, por muro muy grosero de piedras amorfas y desiguales.

Quise acercarme para ver lo que había dentro, pero inmediatamente produjo en aquellos hombres una profunda expresión de terror, mientras gritaban horrorizados y comenzaban a huir.

Al verlos en esta actitud, les imité, y corrí tras ellos para tranquilizarles.

Cuando se convencieron de que me alejaba sin llegar al sagrado recinto se tranquilizaron.

Sirviéndome de Félix como intérprete, procuré convencerles de que no tenía ningún interés en ver lo que allí había y que yo guardaba mucho respeto a los muertos.

Me pareció que aceptaron como buenas mis explicaciones. 

No sé si habría otros depósitos.

Probablemente sí; pero yo no pretendí que me enseñasen más. Aparentando indiferencia les seguí sin pronunciar una palabra más sobre el particular.

A la salida del barranco, seguimos por un sendero muy trillado que era evidentemente el camino normal para llegar a aquellos cementerios.

A mi regreso me limité a comunicar al ex-sargento la noticia de nuestra excursión, pero sin concederle, en apariencia, la menor importancia.

Después no volví a hablar sobre el particular.

Me limité a pedirle prestado unos cajones que tenía en el patio de la casa para meter en ellos las plantas que iba recogiendo.

Aquella tarde y las siguientes anduve cazando por aquellos alrededores procurando enterarme bien de la situación de los osarios y del sendero del cementerio, alejándome a ratos, internándome en los bosques próximos y volviendo de nuevo ya por una u otra orilla, pero sin bajar al fondo del barranco ni siquiera al principio de la bajada por si alguien me observaba.

Félix y yo quedamos perfectamente enterados del lugar de acceso y convenidos en un plan para obtener algunos restos óseos.

En la noche del último día de mi estancia en la zona y con pretexto de pasear un rato a causa de una mala digestión, salí al exterior acompañado por Félix.

La noche estaba fría y había niebla bastante densa.

Paseamos un rato alrededor de la casa y cuando nos pareció que todo el mundo dormía en el poblado igorrote, pues no se oía el menor ruido, nos acercamos al sendero.

Félix bajó por él y yo me quedé en la parte más alta.

Al poco rato subió con dos cráneos, que escondimos cuidadosamente entre la maleza. Volvió a bajar otras tres veces, trayendo de cada una dos calaveras que fuimos guardando con las otras todas separadas, aunque en sitios próximos.

Bajó de nuevo y al poco rato oí golpes que me parecieron dados por él. Tosí, que era la señal de alarma convenida y al momento apareció mi ayudante.
 ¿Que hacías hombre? le pregunté en voz baja.
 Quería abrir una de aquellas cajas señor, pero no podía sacar el palo sin golpearlo.
 Pero, hombre, ¿no ves que pueden oírlo los igorrotes y si se enteran de lo que estamos haciendo nos cortan la cabeza? ¡Vamos ya! ¡Ya tenemos bastantes!

A poco de acostarnos, cayó un verdadero diluvio.

Dormí poco y mal.

No tenía mi conciencia de antropólogo muy tranquila por lo que acabábamos de hacer.

A eso del amanecer oí un ruido metálico lejano. Puse atención y me pareció reconocer el inconfundible repique de los gun, ganza o batintín de los igorrotes que ya conocía.

No di importancia a aquello, creyendo que sería alguna ceremonia o fiesta de la ranchería.

El ruido se acercaba y como no me dormía, me levanté y fui hacia la puerta de la casa.

Ya estaba allí el ex-sargento a quien después de dar los buenos días, pregunté:
 ¿Qué es eso? ¿Por qué tocan esas gentes?
 Tocan, me respondió con la mayor tranquilidad, a cortar cabezas. Sentí un escalofrío, el corazón me dio un vuelco y creo que cambié de color, pero procuré serenarme enseguida.

Continuamos a la puerta guardando silencio y mirando hacia la cima del Datá, de donde venía el ruido.

Al poco rato apareció cerca de la cumbre un grupo de gentes que caminaban en fila desigual siguiendo las inflexiones del Sendero por donde bajaban.

Eran igorrotes de nuestra ranchería, según me manifestó mi acompañante.

Un tanto intranquilo pensaba que quizás aquellas gentes se habían dado cuenta de nuestro saqueo de la noche anterior y venían a por nosotros en son de venganza.

Mas luego, reflexionando, decía para mis adentros, quizás para tranquilizarme:
 Pero para vengarse de nosotros, ¿qué necesidad tenían de ir a reunirse al otro lado de la montaña? ¿No les habría sido más sencillo y eficaz atacarnos allí, junto a la casa o en la casa misma durante la noche, cuando casi no habríamos tenido medios de defensa?

A pesar de mis razonamientos no podía tranquilizarme.

Al contrario, a medida que aquella masa ruidosa y movediza de gente avanzaba hacia nosotros, crecía mi desconfianza y aumentaba mi zozobra.

Estaba casi convencido de que venían a por nosotros en venganza por la profanación que habíamos cometido.

Aquello parecía un rito para exasperar a sus víctimas.

Como no podía comunicar mis temores a mi huésped que ignoraba los motivos de mi sobresalto, disimulé y decidí aprestarme a la defensa.

Por ello dije al Sargento:
 ¿Quiere usted que vayamos a verlos venir? Subidos ahí en la peña grande podremos presenciar mejor sus movimientos.

La peña a que yo aludía era un enorme peñasco de no muy fácil acceso, de más de cinco metros de altura que ofrecía buena posición para defenderse de los ataques en campo abierto al que dominaba.
 Vamos, me dijo mi huésped, ajeno a lo que yo pretendía.

Estaba dispuesto a vender cara mi vida. Encaramados en la roca, podría resistir con mi rifle hasta el último cartucho a pesar de las lanzas arrojadizas.

Nos encaramamos en la peña.

Yo sudaba a pesar de fresco de la mañana.

Me latía el corazón con fuerza.

Los oídos me zumbaban.

Mientras tanto, la comitiva seguía descendiendo y aproximándose a nosotros.

Yo seguía sin pestañear sus movimientos.

Mi compañero, más sereno y despreocupado que yo, observaba cuidadosamente, y estando bien al tanto de sus costumbres, exclamó:
 ¡Allí la traen!
 ¿Qué traen?, pregunté yo sorprendido y extrañado.
 La cabeza, replicó con seguridad.

Y siguió diciendo:
— ¿No la ve usted? La trae el que viene delante. La lleva clavada en la lanza que trae al hombro.
 Mírelo usted, ahora se ve bien

En efecto, lo vi perfectamente.

La emoción que sentí entonces al comprender que no era yo el objeto de la cacería de cabezas me hizo que no pudiera disimular mi satisfacción.

Más tranquilo ahora, seguimos desde nuestra atalaya la llegada de aquel fúnebre y macabro cortejo.

Cuando llegaron a unos metros de nosotros, cambiaron de dirección, encaminándose a un descampado en el que se alzaba un cobertizo.

Los músicos sde dispusieron en círculo, en cuclillas y los demás provistos de sus lanzas y escudos comenzaron a danzar alrededor del cadáver de un caballo situado junto al cobertizo.

Encendieron algunas hogueras y comenzaron a despedazar el caballo y asar grandes trozos de carne.

Mi huésped me explicó que la cabeza que traían era la de un igorrote de una ranchería situada al otro lado de la montaña.

Se trataba simplemente de un acto de represión para vengar la muerte dada hacía pocos meses por aquella otra tribu al hijo de uno de los jefes de aquella en que nosotros vivíamos.

Y añadió que probablemente no se darían por satisfechos con aquello. La fiesta era el clásico "cañero", comida, bebida y danza ritual igorrote. Me pareció muy oportuno el momento, ya que estaban así todos entretenidos, para ir a recoger yo "mis cabezas".

Así, anuncié a mi huésped el propósito de ir a recoger unas plantas interesantes que había visto uno de los días anteriores en la orilla del bosque no muy lejano.

Para ello llevaría uno o dos de los cajones que había allí vacíos en la casa y que ya él me había ofrecido.

Me contestó que podía disponer de ellos a mi gusto.

Él se quedó contemplando aquella ceremonia, a pesar de lo sucia y repulsiva que resultaba.

Fue una gran ventaja, primero la ausencia de los igorrotes la noche anterior por estar en su cacería de cabezas y ahora por lo entretenidos que estaban en prepararla como trofeo.

Ahora me explicaba por qué no había oído ningún ruido cuando anduvimos nosotros en nuestra cacería de cabezas.
Félix y yo cogimos uno de los cajones y dando un pequeño rodeo, a poco llegamos al lugar donde estaban escondidos los cráneos.

Colocamos cuatro en el cajón, bien envueltos en hierbas, procurando que algunas de éstas quedaran visibles asomando fuera y sujetamos bien las tapas con bejucos.

Enseguida fue Félix por otro cajón y metimos en él los otros cuatro cráneos igualmente cubiertos con hierbas como los otros.

Repetimos la misma operación de cierre y sujeción de la tapa.

Los llevamos con cuidado a la casa colocándolos en un rincón poniendo sobre ellos las prensas del herbario, los tampipis (maletas) con las pieles de las aves preparadas y cuantos achiperres encontramos a mano, pero cuidando siempre que se viesen asomar algunas hierbas por las hendiduras de los cajones.

Aquel día ya no salí de casa, dedicándonos a la preparación de objetos, cambio de papeles a las plantas del herbario, poner etiquetas y otras operaciones necesarias, pero también convenientes para aparentar ocupación sin necesidad de salir al campo.

Cuando regresó el ex-sargento, me refirió los detalles del cañero o festín de los igorrotes, algunos de los cuales eran bastante repugnantes.

Yo le anuncié mí propósito de regresar a Mancayán al día siguiente donde debía continuar mi trabajo para después regresar a Manila.

Lo cierto es que no deseaba que por cualquier circunstancia fortuita se descubriese nuestra "caza de cabezas".

Aquella noche dormí muy poco, sobresaltado y como se suele decir con un ojo abierto y otro cerrado, pero descansé.

Al día siguiente tampoco tenía intención de salir de la casa para no perder de vista los cajones, pero mi huésped me explicó cómo los igorrotes desecaban algunos cadáveres para conservarlos momificados, lo que me interesó sobremanera.

Pues si le interesa a usted quizás pueda verlo, pues ahí tienen uno.
 Vamos a verlo, dije yo. En efecto, me interesa mucho.
 No sé si nos dejarán acercarnos mucho, pues sólo los sacerdotes encargados de esta ceremonia pueden tocarlos, pero aunque sea de lejos algo podremos ver.

Cogí mis armas que no abandonaba ni para dormir y salimos en dirección a los cobertizos.

Félix quedó de guardia en la casa.

A veinte metros de los cobertizos nos detuvimos.

Un cadáver de hombre adulto colocado sobre una especie de plataforma en cuclillas, con los pies un poco separados, los codos apoyados sobre las rodillas y los brazos cruzados delante del pecho, en posición fetal, era mantenido en esa postura por medio de estacas.

Tenían fuego cerca con el que producían lentamente su desecación colocando brasas debajo de la plataforma.

El olor de carne o grasa quemada llegaba hasta nosotros. 

Varios igorrotes de avanzada edad iban y venían alrededor del muerto, vigilando la operación.

Estuvimos poco tiempo allí, regresando a la casa.

Conseguimos dos cargadores a los que ofrecí una gratificación para que nos ayudasen a llevar el equipaje hasta Mancayán, donde quería llegar antes de la hora de comer.

Los hombres tomaron sus fúnebres cargas que eran bastante ligeras y despidiéndome del amable ex-sargento, nos pusimos en marcha.

No iba yo muy tranquilo, pensando que pudiera abrirse algunos de los cajones y salir rodando las calaveras, pero afortunadamente no ocurrió ninguna novedad, llegando sin más problemas a Mancayán donde pronto acomodamos todo en mi alojamiento.

Pagué a los igorrotes de Bailili y me despedí de ellos con un fuerte apretón de manos.

Respiré profundamente.

La labor había sido muy positiva.

Una buena colección de aves, reptiles, insectos, algunos anfibios y moluscos con un abultado herbario iban guardados en los paquetes y entre ellos los ocho cráneos auténticos de igorrotes. No podía pedir más de aquella expedición.

Además varios cuadernos de densa información sobre las costumbres y datos etnográficos de aquel interesante pueblo completaban el producto de la expedición.

Había aprovechado bien el tiempo.

No estuvimos mucho tiempo en aquel lugar pues el misionero amigo mío que allí vivía andaba de gira, así que continuamos camino con otros porteadores hasta Cayán o Cervantes como se llama en español otro de los caseríos.

Situado en zona más baja, es terreno diferente, surcado de ríos y vegetación ya plenamente tropical.

Estuve cazando allí y herborizando varios días en las riberas de los ríos Abra y Comillas.

Luego me trasladé a Angaqui en la falda del cerro Tobalina en una semimeseta.

El padre misionero estaba allí.

Había cumplido mi encargo.

Uno de sus criados había recogido de una antigua ranchería otros cuatro cráneos de igorrotes sacados de una cueva y me los tenía preparados en otro cajón.

Después de hacer compañía al misionero cinco días durante los cuales aprendí y obtuve de él mucha información sobre la vida de los igorrotes, marché a San Emilio de Tiagán, a pie como de costumbre y cazando por el camino.

En Tiagán estuve una semana consiguiendo abundante material tanto de la fauna como de la flora de la región.

Al cabo de aquellos días decidí marchar a Santa María donde me esperaba preocupado por mi tardanza otro misionero, el P. José. Seguía en zona de igorrotes.

El P. José los conocía muy bien.

Pude conversar con muchos de ellos.

Son los igorrotes de estatura y corpulencia regular, algo mayores que los tagalogs, de cuerpo robusto, musculoso en los hombros, de contornos suaves en la mujeres, de color relativamente claro.

El pelo grueso, liso y negro; la nariz no muy ancha y relativamente recta, unido todo a una mirada apacible.

Las mujeres suelen ser de fisonomía agradable.

Estos grupos de las zonas bajas no parecen tener costumbres tan bárbaras como los de la montaña. Pocos días después marchaba al cercano puerto de Vigan donde embarcábamos con todos los bultos de la prolongada expedición a bordo del vapor Churruca.

No llevábamos tres horas de travesía cuando de pronto nos cogió un baguío espantoso.

La tripulación temblaba y yo también. Hacía poco que en aquel mismo lugar y por razones parecidas había naufragado el Gravina, barco gemelo del que llevábamos, perdiéndose con él toda la tripulación. En el golfo de Lingayen el mar estuvo a punto de devorarnos, y como pudo, el capitán logró llevar su barco al puerto de Bolinao, donde está amarrado el cable submarino que comunica con Hong-Kong. Logramos fondear.

Hay que haber padecido uno de estos baguíos de los mares de Filipinas para saber lo que significan.

Nos salvamos de milagro.

Cuando los nubarrones se almacenan y el viento comienza a soplar con velocidades de vértigo, el mar empieza a agitarse de tal forma que olas de increíble altura mueven la más poderosa embarcación como si fuera una cáscara de nuez.

Todo se acompaña de un copiosísimo aguacero y la cerrazón es tal que no se distingue nada a veinte metros de distancia.

No se sabe si va uno a estrellarse contra alguno de los abundantes arrecifes de coral o contra la costa o se va uno a precipitar al fondo del océano.

Y como decía el capitán: aquello no era más que el "coletazo" de un ciclón o tifón de aquellas latitudes.

Tres días tuvimos que permanecer en el puerto, al cabo de los cuales el barco partió en dirección a Manila donde llegábamos sin más novedades después de casi tres meses de expedición por tierras del Norte de Luzón.

Cuando vi mí carga de cráneos en sitio seguro y el abundante resultado de la expedición en su almacén listo para su estudio sentí una satisfacción muy grande y un poco de remordimiento por haber tenido que obtener los cráneos igorrotes de aquella manera, aunque sabiendo cómo ellos obtenían los cráneos de sus enemigos me parecía que no era más que una escaramuza en la cacería de cabezas practicada desde tiempo inmemorial por la humanidad con fines diversos".

Mientras D. Domingo me contaba su aventura de cacerías de cabezas en Filipinas, habíamos ido caminando y deteniéndonos de vez en cuando, disfrutando del sol que ya comenzaba a derretir la nieve.

Ambos prolongábamos lo más posible la estancia fuera de los lóbregos muros del Cajal.

El aire libre (en aquellos tiempos: aún no se sabía lo que era la contaminación del aire en Madrid), tonificaba nuestros pulmones con el aroma que procedía de las plantas del Retiro, que aún en invierno huelen bien.

En la puerta del Cajal terminó la narración.

D. Domingo se fue con sus Hirudos medicinalis y sus preparaciones y yo a mi Laboratorio después de despedirme afectuosamente de él.

Muchos años después tuve la oportunidad de estudiar algunos de aquellos cráneos.

Yo le había preguntado al Dr. Sánchez:
 ¿Y qué hizo usted con los cráneos de los igorrotes?
 Los traje a España. Algunos se los obsequié al Dr. Pedro González de Velasco para su Museo, otros los conservo todavía. Llegué a coleccionar más de 400 cráneos de todas las Islas Filipinas pero un desafortunado incendio en Manila destruyó la mayoría de aquella colección, pero los de los igorrotes se salvaron en su mayoría.

Es preciso resaltar el hecho de que durante su estancia de 14 años en tierras filipinas, tierra a la que amó entrañablemente y que recordó toda su vida, tanto la capital del Archipiélago como en las ciudades y pueblos del interior, rancheras y misiones aún en los campos y bosques, mostró en todo momento tan gran afecto por los naturales que su figura se hizo muy popular entre la población aborigen, sabiendo infundir confianza y respeto a las personas que le trataron.

Sus rasgos de valor, su fuerte complexión de castellano viejo, de salmantino formado en las faenas del campo, le permitió soportar estoicamente toda clase de incomodidades y fatigas, arrostrando peligros que despertaron la admiración del filipino del campo que sabe reconocer a un baquiano inmediatamente.

D. Domingo Sánchez era de esos hombres "de frontera", capaces de ingeniárselas ante cualquier dificultad que se presente en un medio hostil como es la selva o los ríos o los mares tropicales.

Su preparación física excepcional le sirvió de mucho para soportar las fatigas de todo tipo, su habilidad con las armas de fuego y su certera puntería le salvaron en muchas ocasiones de perecer.

En cierta ocasión me dijo: 
 Le aseguro mi querido amigo, que nunca sentí en la selva el temor que he sentido aquí en la ciudad.
 Aquí en la metrópoli hube de ejercitar en más de una ocasión la serenidad y sangre fría, acaso con más firmeza que en Ultramar, porque allí que yo recuerde, nunca tuve que tener enemistad personal con nadie. El peligro dependía de las peripecias de la caza, la pesca, la navegación por los mares de rápidos, del estado de incultura o tribus de los más apartados rincones de las islas.
 Aquí en cambio he tenido, he tenido que habérmelas con hombres de "cultura" elevada escudados casi siempre en su posición social o sus cargos oficiales que les conferían una superioridad sobre mí de que carecían por su propia persona. Amparados en aquellas patentes de corso, sus embates eran para mí más temibles y peligrosos que los baguíos, los negritos filipinos, los igorrotes cazadores de cabezas o los ladrones, incluso que los insectos o las enfermedades tropicales de las que podía defenderme con mi mosquitero.
 Mas ante mi aparente indiferencia y serenidad, se estrellaron casi siempre sus maquinaciones. Yo procuré estar siempre en mi puesto y lo conservé a pesar del rigor de las intrigas.
 Pero, ¡qué bien se vivía en aquellas selvas!

Y su mirada nostálgica se dirigía hacia Oriente, como el árabe que mira a La Meca al postrarse en oración. Entonces no comprendía totalmente cuanto me decía D. Domingo. Hoy sí, le comprendo perfectamente porque he pasado por idénticas experiencias. A veces siento que su espíritu, tan identificado con el mío ha reencarnado y que cuanto he realizado por mí mismo no ha sido más que continuar la labor de aquel gran anciano al que CAJAL distinguió con su amistad.

Como él siento yo la "llamada de la selva", lo mismo que el lobo, que de cachorro es criado como animal doméstico.

Por ello quisiera que su figura fuese ejemplo vivo a seguir por las actuales generaciones jóvenes de médicos e investigadores, como lo fue para mí, ya que puedo asegurar que el camino de la ciencia y la aventura que él me mostró, ha producido grandes dividendos, no sólo de la satisfacción personal sino de los servicios que he podido prestar a muchas personas que viven en esas regiones donde el sufrimiento, el dolor y la muerte son los compañeros de viaje diarios del hombre.

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