El Doctor José Manuel Reverte Coma (1922), fue discípulo de Don Domingo Sánchez Sánchez en el Instituto Cajal en los años 40 del siglo pasado. Este es un fragmento de la biografía inédita de D. Domingo que ha escrito el Dr. Reverte Coma y que ha publicado en http://www.gorgas.gob.pa/Documentos/museoafc/home.html
Como recuerdo
al médico naturalista, biólogo, histólogo y antropólogo, Dr. D. Domingo Sánchez
y Sánchez, el gran colaborador de CAJAL, cuya biografía aún inédita acabamos de
escribir.
El valor
trascendente de sus trabajos histológicos sobre los invertebrados y el
silencioso y devoto apoyo que prestó a CAJAL en su obra, fueron precedidos de
una juventud llena de acción y aventura, de la que estas líneas no son más que
una muestra.
La figura del anciano investigador se recortaba contra
el blanco resplandor de la nieve en aquella soleada mañana del mes de enero.
Envuelto en una
espesa bufanda, con un gabán oscuro y su boina negra a lo Pío Baroja, ascendía
lentamente la prolongada cuesta del Cajal, como llamábamos familiarmente al
camino que discurría entre el Observatorio Astronómico, la Escuela de
Ingenieros, el Retiro y la Cuesta de Moyano, desde la calle de Atocha hasta el
edificio del Instituto Ramón y Cajal del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas.
Trabajaba yo
por entonces como modesto becario postgraduado, recién terminados mis estudios
de Licenciatura en Medicina, realizando con gran entusiasmo mi tesis doctoral
sobre la Histopatología de las neoplasias de los Huesos y con la agilidad de
mis 24 años, en aquellos tiempos heroicos en que ninguno teníamos coche, ni
siquiera podíamos permitirnos el lujo de comprar una moto Montesa que valía
11.000 pesetas (y no protestábamos), subía y bajaba cuatro veces aquella cuesta
lo mismo en el bochornoso verano que en el crudo invierno madrileño de
entonces.
Aceleré el paso
al divisar la oscura silueta y me coloqué a su lado.
— Buenos días Don Domingo.
— Buenos días, dijo, volviéndose hacia mí un poco
sorprendido y quizás interrumpido en sus pensamientos. ¡Ah! ¿Es Usted? Vaya,
vaya deprisa, siga a su paso, los jóvenes siempre van ligeros.
— No, Señor. Permítame acompañarle. No tengo prisa. Es
que le vi de lejos y como voy para el Cajal, me dije: Haré compañía a D.
Domingo si me lo permite.
Agradecía él la
compañía y el tener un atento escucha de su conversación que era para mí como
una novela de Julio Verne o de Mayne Reid.
Me encantaba
hablar con el Dr. Domingo Sánchez. Aquel anciano, eternamente estudioso y sus
inagotables historias, propias de un gran viajero que ha conocido medio mundo,
sus relatos de Filipinas donde pasó 14 años de su juventud, sus historias del
lejano Oriente, de sus travesías embarcado en los lentos vapores de la época,
estimulaban mi ya excitada fantasía y me hacían soñar con ser protagonista
algún día de parecidas aventuras.
No sé hasta qué
punto pudo influir mi amistad con D. Domingo Sánchez en mi futuro, pero lo
cierto es que pocos años después, emprendería yo el largo viaje que por espacio
de 18 años me permitiría recorrer América, África, Oceanía y parte de Asia,
atravesaría mares, selvas, montañas, recorrería islas exóticas y toda clase de
climas en una búsqueda incansable del ser humano, para luchar contra sus
enfermedades, ayudarle en sus problemas, aprender de los más diversos pueblos
sus costumbres, sus tradiciones y su manera de ser y de pensar. Creo que yo ya
estaba predispuesto, "marcado" si se me permite la expresión, pero el
Dr. Sánchez fue el detonador que me dio el último empujón que yo necesitaba
para, tomándole como modelo, seguir su vida azarosa de investigador y de eterno
caminante.
Recientemente
para terminar de escribir la biografía de aquel anciano que no renunciaba a
caminar, a hacer ejercicio, a pesar de sus casi 80 años, hice un viaje especial
a sus amadas Islas Filipinas y fui recorriendo uno por uno los escenarios de
sus aventuras: la Isla de Luzón, los poblados igorrotes, la Isla de Samar, sus
cuevas prehistóricas, los cementerios indígenas, Mindanao, Singapore, el Mar de
la China, etc.
Quién me iba a decir aquella nevada mañana en que subíamos
lentamente hacia el Cajal, deteniéndonos de vez en cuando para tomar aliento,
escuchando una vez más de sus labios la maravillosa historia de su vida, que
muchos años después, cerca de medio siglo heredaría yo todo su Archivo, sus
manuscritos, sus notas, su correspondencia con los hombres más sabios de su
tiempo en el mundo entero, sus maravillosos dibujos, sus aparatos de medidas
antropométricas y que llegaría a escribir basándome en aquella voluminosa documentación
una biografía y que mirando retrospectivamente a aquella mañana de nieve,
repetiría yo en otros continentes las hazañas del maestro.
Aquella mañana,
Don Domingo, testigo excepcional de la pérdida de Filipinas, uno de los últimos
de Filipinas, con su prodigiosa memoria, a veces empañada por la emoción de sus
recuerdos, me contó una de sus aventuras más notables y quizás más peligrosas
de su vida de naturalista y antropólogo. D. Domingo sonrió bajo su cano y
poblado mostacho.
— ¡Pero si mi historia ha sido siempre muy corriente,
vulgar!
Este era D.
Domingo. Modesto, humilde, callando todo lo suyo, sin darle importancia.
Pero yo sabía
que CAJAL admiraba sus maravillosos dibujos hechos a plumilla o a punta de
lápiz. Dibujos del sistema nervioso de los invertebrados que hoy tengo en mi
Archivo.
Recuerdo que en
una reunión internacional en la que participé muchos años después, había un
grupo de investigadores brasileños y alemanes y en honor a mi presencia
española comenzaron a mencionar trabajos de autores españoles de su
especialidad o afines.
Y cuál no sería
mi grata sorpresa cuando saltó de inmediato el nombre de D. Domingo Sánchez…
Sus trabajos
sobre el sistema nervioso de los hirudíneos son imposibles de igualar, me
dijeron.
Pero su
historia no era ni corriente ni vulgar. Fue
excepcional. Y Cajal lo
sabía. La admiración y
el respeto eran mutuos.
Cajal había
tenido una etapa también aventurera de la que nunca quedó totalmente
"curado".
Los dos
quedaron marcados por el sello de la selva tropical, por los paisajes cálidos,
húmedos, verdes explosivos, donde la piel está eternamente cubierta de sudor.
Ambos
recordarían con frecuencia aquellos horizontes preñados de gigantescos árboles,
espavés, bongos, Cavanillesias, de densa vegetación, de lianas colgantes o
trepadoras, de filodendros de hojas descomunales, de ríos recorridos en canoas
hechas de un solo tronco por los indígenas.
Ambos
recordaban el rítmico paleteo del remo o de la pértiga al chocar con el agua
deslizándose corriente abajo o el estruendo de los raudales. Cajal, en la
manigua cubana, Sánchez en la selva filipina, y con frecuencia ambos evocaban
el aroma de las orquídeas, o la brisa cargada de olor a mar, fuese del Morro a
La Cabaña en Cuba o de la Isla Corregidor a Cavite en Manila.
Don Domingo era
un narrador sensacional y me consta que CAJAL le escuchaba embelesado.
Cajal vio la
selva retratada en su textura del sistema nervioso del hombre y los
vertebrados.
Sánchez en los
invertebrados.
Cuando Cajal
describe la corteza cerebral recurre a imágenes exóticas entrevistas en la
manigua.
Recordemos
aquella gráfica descripción de las terminaciones nervioso-somáticas y
nervioso-dendríticas que trepan "como las lianas en torno a los árboles de
la selva tropical".
Cajal le dijo
un día a Don Domingo:
— Escriba Usted todo eso que me cuenta. Creo que es muy
importante. No sólo puede ser útil lo que usted diga a la Humanidad, sino que
puede ser un estímulo para las generaciones que van a seguirnos.
Uno nunca sabe cuando
siembra, quién y cómo recogerá el fruto.
— ¡Siembre, Don Domingo, siembre! Usted tiene un gran
mensaje, toda una vida que contar.
Pero D. Domingo
se sentía tan modesto que escribir sus memorias le parecía una vanidad
insoportable.
— ¿Por qué no hizo usted caso a D. Santiago? le
pregunté. Su vida, D. Domingo, puede en efecto servir de estímulo, puede ser
útil a nuestra generación para enseñarnos que la aventura es compatible con la
ciencia, que se puede uno divertir enormemente con el sano contacto con la
Naturaleza y a la vez se puede estudiar, investigar y decir cosas nuevas,
descubrir, explorar y ser un hombre de ciencia.
Y D. Domingo me
contó así una de sus mejores aventuras:
“— ¡Bien! Escuche esto.
Allá en Filipinas, Bailili es una ranchería de igorrotes de las más importantes
del Norte de Luzón.
Sus habitantes son agricultores que utilizan técnicas muy rudimentarias.
Dada la altitud de esta región sobre el nivel del mar, a pesar de tratarse de
una zona tropical, las temperaturas son relativamente bajas.
No se da en esta región ni el arroz, ni la caña de azúcar, ni la palmera
cocotera propias de tierras bajas.
En cambio, la especie dominante es el pino que se extiende por amplias
zonas cubriendo laderas y valles.
Entre los cultivos herbáceos se encuentran el camote, las patatas y
verduras de toda clase.
Utensilio indispensable en esta región es la manta o capote que hay que
usar para protegerse contra la lluvia y el frío.
Hombres y mujeres lo usan al menos durante las primeras horas de la mañana
hasta que el sol comienza a templar el ambiente; disipando las nieblas de las
primeras horas.
Las armas del igorrote son la lanza y el escudo, laligna o aligna, especie
de hacha de hierro con ancha boca y corte por un lado y una punta o largo
espolón por el opuesto y el consabido bolo o gran cuchillo o machete.
A mí ni el frío ni el calor me han hecho nunca mucha mella, pues me crié en
esas tierras salmantinas, como hombre de campo y labranza que fui como mi
padre, así que ni me asustó el calor húmedo, pegajoso y a veces asfixiante de
Manila, ni el frío de las montañas de Luzón o del Volcán Taal.
De todas formas, en aquella ocasión llevaba también una buena manta sobre
el cuerpo como cualquier igorrote. Mi misión por aquel entonces, como zoólogo
contratado por el Ministerio de Agricultura, era estudiar fauna y flora de
Filipinas y créame que disfrutaba con mi trabajo que me permitía pasarme
semanas enteras con mis ayudantes indígenas, cazando por las más variadas
regiones.
Me instalé pues, en casa de un amigo sargento que había sido del ejército
español, pero que se había retirado casándose con una joven igorrote, hija del
jefe de aquella ranchería o si quieres mejor lo llamaremos tribu.
Así, viviendo entre igorrotes, conociendo aquel español su lengua
perfectamente y Félix, mi ayudante, el tagalog, no tenía problema para
entenderme con ellos y además me sentía protegido por su influencia.
Así, establecimos allí nuestra base de operaciones.
Yo por entonces ya estaba sumamente interesado por la Antropología y la
Etnología y el vivir entre ellos me permitía también adquirir mucha información
sobre la vida y costumbres de aquellas gentes, que eran las más bravías y
salvajes de las montañas de Luzón.
Durante mi permanencia en aquel apartado lugar, exploré, a diferentes
alturas, las vertientes y laderas del famoso Monte de Data y toda la cuenca del
Río Guinaguan, haciendo recolección abundantísima y variada tanto de la fauna
como de la flora de aquella región, que se puede calificar de alpina por sus
rasgos generales.
La cosecha de aves fue copiosísima y la de insectos, no menos abundante y
curiosa por la presencia de especies de las grandes altitudes, muchas nuevas
para mí.
Interesado vivamente por las cosas de la Antropología, inquirí de mi
huésped la posibilidad de adquirir algunos cráneos humanos de aquellas gentes
que debían ser representantes de los más puros del tipo indonesio.
Mas el hombre me aconsejó desistir en absoluto de ese empeño, porque para
los igorrotes, la profanación de los cadáveres, constituía un gravísimo delito
que se pagaría con la vida.
Además, aunque él acaso se hubiera prestado a ayudarme si estuviésemos en
otras circunstancias, teniendo a su propia mujer igorrote, siempre por allí
cerca y visitas constantes de familiares de ella, juzgaba imposible tal intento.
Sin embargo, yo deseaba, cuando menos, saber dónde y cómo depositaban sus
cadáveres, constándome que no los enterraban sino que los guardaban en lugares
especiales.
Pero en mis pesquisas, revisando barrancos v escondrijos mientras cazaba,
no había logrado dar con ninguno.
Mas una mañana, cuando ya llevaba varios días allí y había logrado tener
simpatías entre aquellas gentes, hallándose en nuestra casa dos hombres acaso
simplemente por la curiosidad que mi persona despertaba en ellos, procuró
llevar la conversación hacia el trato que se daba a los muertos y cuando me
pareció momento oportuno, le preguntó en tagalog y utilizando a mi ayudante,
Félix, un indígena del Sur de Luzón, como intérprete.
— ¿Cómo hacéis aquí para enterrar a los muertos?
— Nosotros no enterramos a los muertos, respondió enseguida uno de ellos.
— Pues nosotros los "cartillas" (castillas) (nombre que el indígena
da al español, por corrupción de castellanos o castillos) sí los enterramos,
porque están mejor así resguardados de las fieras o de los animales, repliqué.
Y añadí:
— A mí me han dicho que vosotros también los enterráis para que no los
toquen los perros ni otros animales.
— ¡No señor, no! —insistieron los dos al mismo tiempo.
— Entonces, si no los enteráis ¿qué hacéis con ellos?, insiste.
Los llevamos al sitio destinado para ellos.
— Bueno, y allí estarán tapados con tierra, como hacemos nosotros, —reiteré
de nuevo con objeto de que me diesen detalles para poder encontrar el o los
depósitos.
No se puede echar tierra encima de los muertos, replicó uno de ellos.
— Pues yo creo que los enterráis, pero no queréis decirme el sitio donde
están.
— No enterramos, señor. ¿Quiere usted ver? —dijo el que parecía llevar la voz
cantante.
Aparentando indiferencia, repliqué:
— No tengo interés ninguno en verlo.
Se pusieron en pie haciendo ademán de salir y marcharse.
Al verlo dije, aparentando creerlos:
— Bueno, puesto que os empeñáis en que lo vea, ¡vamos allá!
Era precisamente lo que yo deseaba.
Tomé mis armas, precaución que nunca olvidaba por si surgía alguna buena
presa, llamé a Félix, mi ayudante, para que nos acompañara y salimos los cuatro
de la casa.
Después de caminar un rato por el campo, entramos en un profundo barranco
bordeado y sembrado de enormes peñascos, cauce entonces seco de un torrente que
se formaba al parecer en la época de las grandes lluvias.
Ellos iban delante saltando de peña en peña y yo, por no quedarme atrás ni
pedir que acortaran la marcha, hacía casi lo mismo que ellos.
Pero como yo llevaba botas, estaba a cada momento en peligro de caer y
descalabrarme, ¡No sé cómo no me maté o me rompí algún hueso cayendo por alguno
de aquellos precipicios!
Al cabo de un rato, los hombres se detuvieron, señalándome con la mano una
gran excavación en la roca, una verdadera cueva, alta como de unos cuatro o
cinco metros de profundidad, perfectamente resguardada de la lluvia por el muro
frontal cortado a pico y del agua del torrente porque su fondo estaba bastante
más alto que el nivel de aquélla aún en las crecidas.
Dirigí la mirada hacia el punto que me señalaban y presencié un espectáculo
bien macabro.
Allí había una gran cantidad de cráneos y huesos humanos muy revueltos y
mezclados y arrimados a las paredes, tres o cuatro cajas de madera como
verdaderos ataúdes hechos de dos piezas: una excavada, honda, que era la caja,
hecha de un grueso tronco de árbol y otra más o menos plana, que era la tapa,
sujetas una a otra por una o dos estacas clavadas en los extremos.
Aquellos féretros contenían los restos de personas distinguidas de la
colectividad.
A cierta distancia de aquélla, siguiendo el curso ascendente del arroyo, me
enseñaron otra situada en la margen derecha.
Pero esta cueva era de entrada más baja y estaba tapada hasta cierta
altura, un metro y medio más o menos del suelo, por muro muy grosero de piedras
amorfas y desiguales.
Quise acercarme para ver lo que había dentro, pero inmediatamente produjo
en aquellos hombres una profunda expresión de terror, mientras gritaban
horrorizados y comenzaban a huir.
Al verlos en esta actitud, les imité, y corrí tras ellos para
tranquilizarles.
Cuando se convencieron de que me alejaba sin llegar al sagrado recinto se
tranquilizaron.
Sirviéndome de Félix como intérprete, procuré convencerles de que no tenía
ningún interés en ver lo que allí había y que yo guardaba mucho respeto a los
muertos.
Me pareció que aceptaron como buenas mis explicaciones.
No sé si habría
otros depósitos.
Probablemente sí; pero yo no pretendí que me enseñasen más. Aparentando
indiferencia les seguí sin pronunciar una palabra más sobre el particular.
A la salida del barranco, seguimos por un sendero muy trillado que era
evidentemente el camino normal para llegar a aquellos cementerios.
A mi regreso me limité a comunicar al ex-sargento la noticia de nuestra
excursión, pero sin concederle, en apariencia, la menor importancia.
Después no volví a hablar sobre el particular.
Me limité a pedirle prestado unos cajones que tenía en el patio de la casa
para meter en ellos las plantas que iba recogiendo.
Aquella tarde y las siguientes anduve cazando por aquellos alrededores
procurando enterarme bien de la situación de los osarios y del sendero del
cementerio, alejándome a ratos, internándome en los bosques próximos y
volviendo de nuevo ya por una u otra orilla, pero sin bajar al fondo del
barranco ni siquiera al principio de la bajada por si alguien me observaba.
Félix y yo quedamos perfectamente enterados del lugar de acceso y
convenidos en un plan para obtener algunos restos óseos.
En la noche del último día de mi estancia en la zona y con pretexto de
pasear un rato a causa de una mala digestión, salí al exterior acompañado por
Félix.
La noche estaba fría y había niebla bastante densa.
Paseamos un rato alrededor de la casa y cuando nos pareció que todo el
mundo dormía en el poblado igorrote, pues no se oía el menor ruido, nos
acercamos al sendero.
Félix bajó por él y yo me quedé en la parte más alta.
Al poco rato subió con dos cráneos, que escondimos cuidadosamente entre la
maleza. Volvió a bajar otras tres veces, trayendo de cada una dos calaveras que
fuimos guardando con las otras todas separadas, aunque en sitios próximos.
Bajó de nuevo y al poco rato oí golpes que me parecieron dados por él.
Tosí, que era la señal de alarma convenida y al momento apareció mi ayudante.
— ¿Que hacías hombre? le pregunté en voz baja.
— Quería abrir una de aquellas cajas señor, pero no podía sacar el palo sin
golpearlo.
— Pero, hombre, ¿no ves que pueden oírlo los igorrotes y si se enteran de lo
que estamos haciendo nos cortan la cabeza? ¡Vamos ya! ¡Ya tenemos bastantes!
A poco de acostarnos, cayó un verdadero diluvio.
Dormí poco y mal.
No tenía mi conciencia de antropólogo muy tranquila por lo que acabábamos
de hacer.
A eso del amanecer oí un ruido metálico lejano. Puse atención y me pareció
reconocer el inconfundible repique de los gun, ganza o batintín de los
igorrotes que ya conocía.
No di importancia a aquello, creyendo que sería alguna ceremonia o fiesta
de la ranchería.
El ruido se acercaba y como no me dormía, me levanté y fui hacia la puerta
de la casa.
Ya estaba allí el ex-sargento a quien después de dar los buenos días,
pregunté:
— ¿Qué es eso? ¿Por qué tocan esas gentes?
— Tocan, me respondió con la mayor tranquilidad, a cortar cabezas. Sentí un
escalofrío, el corazón me dio un vuelco y creo que cambié de color, pero
procuré serenarme enseguida.
Continuamos a la puerta guardando silencio y mirando hacia la cima del
Datá, de donde venía el ruido.
Al poco rato apareció cerca de la cumbre un grupo de gentes que caminaban
en fila desigual siguiendo las inflexiones del Sendero por donde bajaban.
Eran igorrotes de nuestra ranchería, según me manifestó mi acompañante.
Un tanto intranquilo pensaba que quizás aquellas gentes se habían dado
cuenta de nuestro saqueo de la noche anterior y venían a por nosotros en son de
venganza.
Mas luego, reflexionando, decía para mis adentros, quizás para
tranquilizarme:
— Pero para vengarse de nosotros, ¿qué necesidad tenían de ir a reunirse al
otro lado de la montaña? ¿No les habría sido más sencillo y eficaz atacarnos
allí, junto a la casa o en la casa misma durante la noche, cuando casi no habríamos
tenido medios de defensa?
A pesar de mis razonamientos no podía tranquilizarme.
Al contrario, a medida que aquella masa ruidosa y movediza de gente avanzaba
hacia nosotros, crecía mi desconfianza y aumentaba mi zozobra.
Estaba casi convencido de que venían a por nosotros en venganza por la
profanación que habíamos cometido.
Aquello parecía un rito para exasperar a sus víctimas.
Como no podía comunicar mis temores a mi huésped que ignoraba los motivos
de mi sobresalto, disimulé y decidí aprestarme a la defensa.
Por ello dije al Sargento:
— ¿Quiere usted que vayamos a verlos venir? Subidos ahí en la peña grande
podremos presenciar mejor sus movimientos.
La peña a que yo aludía era un enorme peñasco de no muy fácil acceso, de
más de cinco metros de altura que ofrecía buena posición para defenderse de los
ataques en campo abierto al que dominaba.
— Vamos, me dijo mi huésped, ajeno a lo que yo pretendía.
Estaba dispuesto a vender cara mi vida. Encaramados en la roca, podría
resistir con mi rifle hasta el último cartucho a pesar de las lanzas
arrojadizas.
Nos encaramamos en la peña.
Yo sudaba a pesar de fresco de la mañana.
Me latía el corazón con fuerza.
Los oídos me zumbaban.
Mientras tanto, la comitiva seguía descendiendo y aproximándose a nosotros.
Yo seguía sin pestañear sus movimientos.
Mi compañero, más sereno y despreocupado que yo, observaba cuidadosamente,
y estando bien al tanto de sus costumbres, exclamó:
— ¡Allí la traen!
— ¿Qué traen?, pregunté yo sorprendido y extrañado.
— La cabeza, replicó con seguridad.
Y siguió diciendo:
— ¿No la ve usted? La trae el que viene delante. La lleva clavada en la
lanza que trae al hombro.
— Mírelo usted, ahora se ve bien
En efecto, lo vi perfectamente.
La emoción que sentí entonces al comprender que no era yo el objeto de la
cacería de cabezas me hizo que no pudiera disimular mi satisfacción.
Más tranquilo ahora, seguimos desde nuestra atalaya la llegada de aquel
fúnebre y macabro cortejo.
Cuando llegaron a unos metros de nosotros, cambiaron de dirección,
encaminándose a un descampado en el que se alzaba un cobertizo.
Los músicos sde dispusieron en círculo, en cuclillas y los demás provistos
de sus lanzas y escudos comenzaron a danzar alrededor del cadáver de un caballo
situado junto al cobertizo.
Encendieron algunas hogueras y comenzaron a despedazar el caballo y asar
grandes trozos de carne.
Mi huésped me explicó que la cabeza que traían era la de un igorrote de una
ranchería situada al otro lado de la montaña.
Se trataba simplemente de un acto de represión para vengar la muerte dada
hacía pocos meses por aquella otra tribu al hijo de uno de los jefes de aquella
en que nosotros vivíamos.
Y añadió que probablemente no se darían por satisfechos con aquello. La
fiesta era el clásico "cañero", comida, bebida y danza ritual
igorrote. Me pareció muy oportuno el momento, ya que estaban así todos
entretenidos, para ir a recoger yo "mis cabezas".
Así, anuncié a mi huésped el propósito de ir a recoger unas plantas
interesantes que había visto uno de los días anteriores en la orilla del bosque
no muy lejano.
Para ello llevaría uno o dos de los cajones que había allí vacíos en la
casa y que ya él me había ofrecido.
Me contestó que podía disponer de ellos a mi gusto.
Él se quedó contemplando aquella ceremonia, a pesar de lo sucia y repulsiva
que resultaba.
Fue una gran ventaja, primero la ausencia de los igorrotes la noche
anterior por estar en su cacería de cabezas y ahora por lo entretenidos que
estaban en prepararla como trofeo.
Ahora me explicaba por qué no había oído ningún ruido cuando anduvimos
nosotros en nuestra cacería de cabezas.
Félix y yo cogimos uno de los cajones y dando un pequeño rodeo, a poco
llegamos al lugar donde estaban escondidos los cráneos.
Colocamos cuatro en el cajón, bien envueltos en hierbas, procurando que
algunas de éstas quedaran visibles asomando fuera y sujetamos bien las tapas
con bejucos.
Enseguida fue Félix por otro cajón y metimos en él los otros cuatro cráneos
igualmente cubiertos con hierbas como los otros.
Repetimos la misma operación de cierre y sujeción de la tapa.
Los llevamos con cuidado a la casa colocándolos en un rincón poniendo sobre
ellos las prensas del herbario, los tampipis (maletas) con las pieles de las
aves preparadas y cuantos achiperres encontramos a mano, pero cuidando siempre
que se viesen asomar algunas hierbas por las hendiduras de los cajones.
Aquel día ya no salí de casa, dedicándonos a la preparación de objetos,
cambio de papeles a las plantas del herbario, poner etiquetas y otras
operaciones necesarias, pero también convenientes para aparentar ocupación sin
necesidad de salir al campo.
Cuando regresó el ex-sargento, me refirió los detalles del cañero o festín
de los igorrotes, algunos de los cuales eran bastante repugnantes.
Yo le anuncié mí propósito de regresar a Mancayán al día siguiente donde
debía continuar mi trabajo para después regresar a Manila.
Lo cierto es que no deseaba que por cualquier circunstancia fortuita se
descubriese nuestra "caza de cabezas".
Aquella noche dormí muy poco, sobresaltado y como se suele decir con un ojo
abierto y otro cerrado, pero descansé.
Al día siguiente tampoco tenía intención de salir de la casa para no perder
de vista los cajones, pero mi huésped me explicó cómo los igorrotes desecaban
algunos cadáveres para conservarlos momificados, lo que me interesó
sobremanera.
Pues si le interesa a usted quizás pueda verlo, pues ahí tienen uno.
— Vamos a verlo, dije yo. En efecto, me interesa mucho.
— No sé si nos dejarán acercarnos mucho, pues sólo los sacerdotes encargados
de esta ceremonia pueden tocarlos, pero aunque sea de lejos algo podremos ver.
Cogí mis armas que no abandonaba ni para dormir y salimos en dirección a
los cobertizos.
Félix quedó de guardia en la casa.
A veinte metros de los cobertizos nos detuvimos.
Un cadáver de hombre adulto colocado sobre una especie de plataforma en
cuclillas, con los pies un poco separados, los codos apoyados sobre las
rodillas y los brazos cruzados delante del pecho, en posición fetal, era
mantenido en esa postura por medio de estacas.
Tenían fuego cerca con el que producían lentamente su desecación colocando
brasas debajo de la plataforma.
El olor de carne o grasa quemada llegaba hasta nosotros.
Varios igorrotes
de avanzada edad iban y venían alrededor del muerto, vigilando la operación.
Estuvimos poco tiempo allí, regresando a la casa.
Conseguimos dos cargadores a los que ofrecí una gratificación para que nos
ayudasen a llevar el equipaje hasta Mancayán, donde quería llegar antes de la
hora de comer.
Los hombres tomaron sus fúnebres cargas que eran bastante ligeras y
despidiéndome del amable ex-sargento, nos pusimos en marcha.
No iba yo muy tranquilo, pensando que pudiera abrirse algunos de los
cajones y salir rodando las calaveras, pero afortunadamente no ocurrió ninguna
novedad, llegando sin más problemas a Mancayán donde pronto acomodamos todo en
mi alojamiento.
Pagué a los igorrotes de Bailili y me despedí de ellos con un fuerte
apretón de manos.
Respiré profundamente.
La labor había sido muy positiva.
Una buena colección de aves, reptiles, insectos, algunos anfibios y
moluscos con un abultado herbario iban guardados en los paquetes y entre ellos
los ocho cráneos auténticos de igorrotes. No podía pedir más de aquella
expedición.
Además varios cuadernos de densa información sobre las costumbres y datos
etnográficos de aquel interesante pueblo completaban el producto de la
expedición.
Había aprovechado bien el tiempo.
No estuvimos mucho tiempo en aquel lugar pues el misionero amigo mío que
allí vivía andaba de gira, así que continuamos camino con otros porteadores
hasta Cayán o Cervantes como se llama en español otro de los caseríos.
Situado en zona más baja, es terreno diferente, surcado de ríos y
vegetación ya plenamente tropical.
Estuve cazando allí y herborizando varios días en las riberas de los ríos
Abra y Comillas.
Luego me trasladé a Angaqui en la falda del cerro Tobalina en una
semimeseta.
El padre misionero estaba allí.
Había cumplido mi encargo.
Uno de sus criados había recogido de una antigua ranchería otros cuatro
cráneos de igorrotes sacados de una cueva y me los tenía preparados en otro
cajón.
Después de hacer compañía al misionero cinco días durante los cuales
aprendí y obtuve de él mucha información sobre la vida de los igorrotes, marché
a San Emilio de Tiagán, a pie como de costumbre y cazando por el camino.
En Tiagán estuve una semana consiguiendo abundante material tanto de la
fauna como de la flora de la región.
Al cabo de aquellos días decidí marchar a Santa María donde me esperaba
preocupado por mi tardanza otro misionero, el P. José. Seguía en zona de
igorrotes.
El P. José los conocía muy bien.
Pude conversar con muchos de ellos.
Son los igorrotes de estatura y corpulencia regular, algo mayores que los
tagalogs, de cuerpo robusto, musculoso en los hombros, de contornos suaves en
la mujeres, de color relativamente claro.
El pelo grueso, liso y negro; la nariz no muy ancha y relativamente recta,
unido todo a una mirada apacible.
Las mujeres suelen ser de fisonomía agradable.
Estos grupos de las zonas bajas no parecen tener costumbres tan bárbaras
como los de la montaña. Pocos días después marchaba al cercano puerto de Vigan
donde embarcábamos con todos los bultos de la prolongada expedición a bordo del
vapor Churruca.
No llevábamos tres horas de travesía cuando de pronto nos cogió un baguío
espantoso.
La tripulación temblaba y yo también. Hacía poco que en aquel mismo lugar y
por razones parecidas había naufragado el Gravina, barco gemelo del que
llevábamos, perdiéndose con él toda la tripulación. En el golfo de Lingayen el
mar estuvo a punto de devorarnos, y como pudo, el capitán logró llevar su barco
al puerto de Bolinao, donde está amarrado el cable submarino que comunica con
Hong-Kong. Logramos fondear.
Hay que haber padecido uno de estos baguíos de los mares de Filipinas para
saber lo que significan.
Nos salvamos de milagro.
Cuando los nubarrones se almacenan y el viento comienza a soplar con
velocidades de vértigo, el mar empieza a agitarse de tal forma que olas de
increíble altura mueven la más poderosa embarcación como si fuera una cáscara
de nuez.
Todo se acompaña de un copiosísimo aguacero y la cerrazón es tal que no se
distingue nada a veinte metros de distancia.
No se sabe si va uno a estrellarse contra alguno de los abundantes
arrecifes de coral o contra la costa o se va uno a precipitar al fondo del
océano.
Y como decía el capitán: aquello no era más que el "coletazo" de
un ciclón o tifón de aquellas latitudes.
Tres días tuvimos que permanecer en el puerto, al cabo de los cuales el
barco partió en dirección a Manila donde llegábamos sin más novedades después
de casi tres meses de expedición por tierras del Norte de Luzón.
Cuando vi mí carga de cráneos en sitio seguro y el abundante resultado de
la expedición en su almacén listo para su estudio sentí una satisfacción muy
grande y un poco de remordimiento por haber tenido que obtener los cráneos
igorrotes de aquella manera, aunque sabiendo cómo ellos obtenían los cráneos de
sus enemigos me parecía que no era más que una escaramuza en la cacería de
cabezas practicada desde tiempo inmemorial por la humanidad con fines
diversos".
Mientras D.
Domingo me contaba su aventura de cacerías de cabezas en Filipinas, habíamos
ido caminando y deteniéndonos de vez en cuando, disfrutando del sol que ya
comenzaba a derretir la nieve.
Ambos
prolongábamos lo más posible la estancia fuera de los lóbregos muros del Cajal.
El aire libre
(en aquellos tiempos: aún no se sabía lo que era la contaminación del aire en
Madrid), tonificaba nuestros pulmones con el aroma que procedía de las plantas
del Retiro, que aún en invierno huelen bien.
En la puerta
del Cajal terminó la narración.
D. Domingo se
fue con sus Hirudos medicinalis y sus preparaciones y yo a mi Laboratorio
después de despedirme afectuosamente de él.
Muchos años
después tuve la oportunidad de estudiar algunos de aquellos cráneos.
Yo le había
preguntado al Dr. Sánchez:
— ¿Y qué hizo usted con los cráneos de los igorrotes?
— Los traje a España. Algunos se los obsequié al Dr.
Pedro González de Velasco para su Museo, otros los conservo todavía. Llegué a
coleccionar más de 400 cráneos de todas las Islas Filipinas pero un
desafortunado incendio en Manila destruyó la mayoría de aquella colección, pero
los de los igorrotes se salvaron en su mayoría.
Es preciso
resaltar el hecho de que durante su estancia de 14 años en tierras filipinas,
tierra a la que amó entrañablemente y que recordó toda su vida, tanto la
capital del Archipiélago como en las ciudades y pueblos del interior, rancheras
y misiones aún en los campos y bosques, mostró en todo momento tan gran afecto
por los naturales que su figura se hizo muy popular entre la población
aborigen, sabiendo infundir confianza y respeto a las personas que le trataron.
Sus rasgos de
valor, su fuerte complexión de castellano viejo, de salmantino formado en las
faenas del campo, le permitió soportar estoicamente toda clase de incomodidades
y fatigas, arrostrando peligros que despertaron la admiración del filipino del
campo que sabe reconocer a un baquiano inmediatamente.
D. Domingo
Sánchez era de esos hombres "de frontera", capaces de ingeniárselas
ante cualquier dificultad que se presente en un medio hostil como es la selva o
los ríos o los mares tropicales.
Su preparación
física excepcional le sirvió de mucho para soportar las fatigas de todo tipo,
su habilidad con las armas de fuego y su certera puntería le salvaron en muchas
ocasiones de perecer.
En cierta
ocasión me dijo:
— Le aseguro mi querido amigo, que nunca sentí en la
selva el temor que he sentido aquí en la ciudad.
— Aquí en la metrópoli hube de ejercitar en más de una
ocasión la serenidad y sangre fría, acaso con más firmeza que en Ultramar,
porque allí que yo recuerde, nunca tuve que tener enemistad personal con
nadie. El peligro dependía de las peripecias de la caza, la pesca, la
navegación por los mares de rápidos, del estado de incultura o tribus de los
más apartados rincones de las islas.
— Aquí en cambio he tenido, he tenido que habérmelas con
hombres de "cultura" elevada escudados casi siempre en su posición
social o sus cargos oficiales que les conferían una superioridad sobre mí de
que carecían por su propia persona. Amparados en aquellas patentes de corso,
sus embates eran para mí más temibles y peligrosos que los baguíos, los
negritos filipinos, los igorrotes cazadores de cabezas o los ladrones, incluso
que los insectos o las enfermedades tropicales de las que podía defenderme con
mi mosquitero.
— Mas ante mi aparente indiferencia y serenidad, se
estrellaron casi siempre sus maquinaciones. Yo procuré estar siempre en mi
puesto y lo conservé a pesar del rigor de las intrigas.
— Pero, ¡qué bien se vivía en aquellas selvas!
Y su mirada
nostálgica se dirigía hacia Oriente, como el árabe que mira a La Meca al
postrarse en oración. Entonces no comprendía totalmente cuanto me decía D.
Domingo. Hoy sí, le comprendo perfectamente porque he pasado por idénticas
experiencias. A veces siento que su espíritu, tan identificado con el mío
ha reencarnado y que cuanto he realizado por mí mismo no ha sido más que
continuar la labor de aquel gran anciano al que CAJAL distinguió con su amistad.
Como él siento
yo la "llamada de la selva", lo mismo que el lobo, que de cachorro es
criado como animal doméstico.
Por ello
quisiera que su figura fuese ejemplo vivo a seguir por las actuales
generaciones jóvenes de médicos e investigadores, como lo fue para mí, ya que
puedo asegurar que el camino de la ciencia y la aventura que él me mostró, ha
producido grandes dividendos, no sólo de la satisfacción personal sino de los
servicios que he podido prestar a muchas personas que viven en esas regiones
donde el sufrimiento, el dolor y la muerte son los compañeros de viaje diarios
del hombre.
Muy interesante este artículo sobre D. Domingo Sánchez.
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